Desde mi
ubicación dominaba a la muchedumbre que iba accediendo al salón central.
Atrás caminaba un
nutrido grupo despaciosamente. El centro estaba ocupado por un hombre con traje
claro y camisa abierta en el cuello, escoltado por cinco jóvenes vestidos
formalmente. Dialogaba con gesto tranquilo con quienes se afanaban por
acercarse y hacerse oír. Era el gurka, sin duda. Miré al hombretón de semblante
reposado y pensé: “Cuánto has crecido,
Guille; si estás más alto que India. ¿Adónde quedó el desmañado y regordete
chiquilín que nos enloquecía con sus
bromas?” Cuando rebasó la posición adonde yo estaba sin
mirarme, recordé la recomendación de Noel.
—¡Gurka! —el
epíteto me nació del alma.
Se detuvo en
seco. Se volvió con lentitud y me clavó los ojos. Yo atiné a flexionar el brazo
y mover los dedos a modo de saludo. Mi mueca evasiva pretendió disculpar el
exabrupto. Quedamos enfrentados en medio de un silencio repentino, las miradas
de los presentes convergiendo en nuestras figuras. Su rostro se transformó al
reconocerme. La sonrisa complacida restableció la imagen que perduraba en mi
recuerdo adolescente. Se acercó a mí con los brazos abiertos.
—Milady… —murmuró mientras me estrechaba
contra sí.
Yo lo abracé en
medio de risas, desandando la barrera del tiempo al que me había arrojado el apelativo.
Me separó un poco, manteniendo las manos sobre mis hombros, para escrutar mis
facciones: —No has cambiado, milady
—afirmó al cabo y me besó en la frente.
—No es así,
Guille —me desasí para finalizar el show que estábamos brindando a los
curiosos—. Tengo treinta años, algunas canas, dejé de ser tu dama hace una
eternidad… —me interrumpí algo amoscada—, ¿por qué esa sonrisa de suficiencia?
Miró el bolsillo
superior de su traje donde asomaba la punta de un pañuelo. Lo observé con
detenimiento y creí reconocer el festón que lo bordeaba y la fracción de una
forma estampada. Lo levanté hasta que apareció el corazón. Terminé de sacarlo y
lo atesoré en mi mano.
—¡Me lo robaste…!
—acusé atónita.
—Necesitaba mi
prenda —se defendió— y no me la dabas.
—¡Te dije que la
buscaras entre tus pares! —me ofusqué—. Lamento dejarte sin ella, pero este
pañuelo es un recuerdo de familia —lo guardé en la cartera.
—Ya me lo
regresarás —declaró ignorando mi enojo—. ¿Y a qué debo la magia de tu
presencia?
Abrí los ojos. ¡Noel! Lo tomé del brazo: —¡Gurka! Tengo
que presentarte a alguien… —dije tironeándolo hacia donde esperaban India y
Noel —me siguió sin resistirse.
—Guillermo Moore
—les aclaré—, India Lerner y Noel Dupont —terminé la desprolija introducción.
—¡Trabajo en
sistemas y soy un seguidor de tus programas! —se atropelló Noel.
Guille le estiró
la mano y volteó hacia mi amiga: —Encantado de conocerte, India —declaró y se
inclinó para besarla en la mejilla.
—Lo mismo digo,
Guillermo —lo tomó del brazo—. Con Martina nos preguntamos si querrías cenar
con nosotros.
—Será un placer
—aceptó enseguida—. Permítanme despedirme de mis colaboradores —se alejó con
una sonrisa y la estela de admiradores por detrás.
—¡Es perfecto,
Marti! —dijo India deslumbrada.
—Estimo que es un
poco chico para vos —señaló Noel en forma desabrida.
—Tanto como vos
un aprendiz a su lado —le retrucó ella.
—¿Qué les pasa?
—exclamé—. Me voy a arrepentir de habérselos presentado.
—Es que
distorsionaste la finalidad del contacto científico —dijo Noel—. Te pedí un
acercamiento personal y lo transformaste en una salida social.
Sentí que me
arrebolaba de puro enojo ante la acusación injusta y abrí la boca para
contestarle. Me contuve porque Guille volvía y me miraba con expresión inquisitiva.
—¿Adónde vamos?
—preguntó, omitiendo nuestro silencio.
India volvió a
tomarlo del brazo: —como Noel desea agasajarte, a una parrilla de la costa que
apreciarás por el lugar y la comida. ¿Verdad, Noel? —le dedicó su sonrisa más
candorosa.
—¡Por supuesto!
—dijo el nombrado después de una ínfima vacilación—. Mi auto está a la salida.
Hacia allí nos
encaminamos. Adelante íbamos Noel y yo en silencio. Detrás, India y Guillermo
en risueño intercambio. Mi novio parecía tenso y yo no estaba de humor para
soportar su mal talante. Del mismo modo viajamos hasta la casa de comidas más
lujosa de la costanera. Me había llevado a ese lugar una sola vez, arguyendo el
excesivo costo del servicio. Como yo no podía colaborar con el pago, lo acepté
sin cuestionar.
—¿Y ahora qué vas a urdir, querido Noel?
Cuando quiere, mi amiga es malintencionada. Vas a tener que pagar para no quedar mal con tu venerado genio — me
dije con rencorosa alegría.
El asador Martín
Fierro estaba ubicado sobre la pendiente que daba al río. Las mesas, a las
cuales se accedía por el salón cubierto, sobre una plataforma rematada por una
escalinata que desembocaba en la zona de césped. Este espacio verde se extendía
hasta la baranda que cercaba el borde de la barranca. La noche se anunciaba majestuosa
y las primeras estrellas titilaban en el turquesa profundo del cielo. Una
fantasmagórica luna llena se iba corporizando a medida que el firmamento se
oscurecía. Ante semejante perfección, recuerdo que una extraña congoja me
oprimió el pecho. Deseaba disfrutar de ese horizonte sintiéndome amada y nunca
había estado tan lejos de Noel. Alcanzamos el exterior precedidos por el maître
quien nos ubicó en una mesa flanqueada por macetones rectangulares. Las rejas
labradas sostenían las perfumadas enredaderas que separaban cada espacio
ocupado, creando la ilusión de intimidad. India y yo quedamos enfrentadas como
así los dos hombres. India se dedicó a su acompañante rivalizando con las
preguntas que le dirigía Noel, y Guille se dividía con inaudita paciencia. Yo
me sentía sapo de otro pozo entre el interés de mi amiga y de mi novio por el
gurka. Después de ingerir la mitad de mi plato, me levanté y anuncié que me iba
a fumar. Noel estaba tan absorto con su invitado que ni siquiera me echó una
mirada de reconvención. Bajé la escalinata y me acerqué al límite del predio.
Encendí el cigarrillo y me apoyé sobre el pasamano de caño, la vista perdida en
la sinuosa corriente de agua. Un carguero de gran porte navegaba lentamente por
el medio del río y sus luces jugueteaban con el reflejo de la luna. Me sentía
sumamente vulnerable esa noche. Tal vez la belleza del entorno que pedía ser
compartida, o esa inexplicable sensación de carencia. El pálido astro parecía
estar tan cerca que estiré la mano para tocarlo. Una nube solitaria lo veló por
un instante desatando una brisa fresca que me hizo tiritar y rodear mis brazos
el uno con el otro. En ese momento, un peso cálido cubrió mis hombros. Me volví
con sorpresa para encontrarme con el rostro afable del gurka.
—Guille… ¡Gracias!
—acepté cerrando el saco sobre mi cuerpo.
—Siempre alerta
para socorrer a mi dama —declaró llevándose la mano al corazón.
—Si no fueras un
empresario exitoso diría que te quedaste anclado en el pasado —entoné con
ironía.
—Es tu culpa, milady. Verte y sentirme el protagonista
de Un yanqui en la corte del rey Arturo fue la misma cosa. Conservás la
frescura de los diecisiete y la misma fragilidad ante el frío.
—Pero crecimos,
gurka. Y vos te fuiste para arriba en todos los sentidos. Creo que superaste la
altura de tu papá.
—En
cinco centímetros. Sin embargo vos seguís siendo la misma friolenta que dormía
en el invierno con medias de lana y guantes.
—¿Y
vos cómo lo sabés? —pregunté con suspicacia.
—Porque
Sami te equipó con mis medias y mis guantes térmicos.
—Debías
tener una colección…
—Tal
cual. Y no me importó prestártelos porque eras muy tolerante conmigo —evocó.
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